Qué tiempos serán los que vivimos,
que hay que defender lo obvio.
Bertolt Brecht.
Empieza
a resultar tedioso, cuando no irrisorio, el repentino interés que intelectuales
burgueses y comunicadores de la manipulación están mostrando hacia la
alt-right, es decir, la ultraderecha de siempre maquillada por la adanista
cortedad de este siglo. Cuando algunos hablábamos hace unos años del fascismo y
democracia burguesa nos referíamos precisamente a un peligro claro y latente
que se podía percibir sin haber estudiado un máster en ciencias políticas de
20.000 pesos, aquel en el que las viejas ideas reaccionarias volverían
envueltas en los nuevos ropajes de la rebeldía, la identidad y lo mediático
aprovechando el desconcierto de la crisis acentuado de la crisis sistemática
del capitalismo.
Esta
introducción sirve, además de, como propia reivindicación por el cansancio de
que las medallas siempre se las cuelguen los mismos, para ver que tales
análisis empiezan a resultar un deslumbramiento inculpatorio y vergonzante. La
nueva ultraderecha se parece a la antigua en casi todo, no solo en programas y
peligros, sino también en los métodos utilizados para llegar al poder. La
mentira, la política reducida a lo mediático, el fingido interés por cuestiones
sociales o la habilidad para apropiarse de manifestaciones culturales ajenas
estaban presentes ya en el fascismo de los años 30, especialmente en el
italiano, donde los camisas negras se ganaron las simpatías de la clase media,
de bastantes intelectuales y artistas y de algunos obreros utilizando ideas
pujantes en su época como el sindicalismo, las vanguardias o la radiodifusión.
Quien crea que Hitler y Mussolini aparecieron prometiendo desatar una guerra
que costaría 60 millones de muertos se equivoca profundamente.
Parece
de gran interés explicar, más allá del clasicismo y el desconcierto de polluelo
asustado que emplea el liberalismo progresista, que la pujanza de la
ultraderecha actual tiene unas causas estrechamente relacionadas con la pérdida
de valor de la democracia parlamentaria bajo la bota de la dominación
imperialista en su tendencia monetarista y las enormes desigualdades que este
proyecto ha provocado. Lo siguiente, el deslumbramiento inculpatorio, es otra
etapa en la que se tiende a sobrevalorar cualquier estrategia del fascismo. Lo
peor de estos análisis es que acaban siempre con la coletilla de: “Los
comunistas no ha sabido estar a la altura”. Lo indigno es que la frase suele
venir de gente que lleva abjurando, minusvalorando y atacando al comunismo
desde hace varias décadas.
Parece
claro que la socialdemocracia devenida en socioliberalismo ha abierto las puertas
del desencanto a los ultra derechistas o por lo menos eso intentan aparentar. Lo que convendría empezar a pensar es
cuál ha sido la responsabilidad en este desencanto de las teorías situadas
entre el altermundismo, lo metafisico y lo posmoderno que surgieron en los
noventa y que han marcado la agenda de la protesta en estos últimos 25 años.
Este camino sobre círculos retórico (para definirlos) viene de una de las pocas
cosas que les daban cuerpo común: el interés que ponían en distanciarse de
manera tajante del concepto comunismo, socialismo o proletariado mucho más
lejanamente del de revolución. Bien es cierto que tras la caída del muro y el
arriado de navidad de la Coca-Cola Company en la Plaza Roja, era muy difícil no
ya reivindicar el comunismo o el socialismo, sino declararse de tan sólo de izquierdas,
unirse de una manera más o menos sentimental a todo aquello. Bien es cierto que
la recomposición de un movimiento mundial de protesta a manos del imperio fue
inusitadamente rápida y apenas ocho años después tuvo lugar la contracumbre en
Seattle. Pero no menos cierto es que entre la necesidad, el temor, la mentira y
la premura se olvidaron demasiadas cosas que habían sido útiles y se aceptaron
otras muchas con la candidez del huérfano reciente.
Ya
en el momento actual se observan con asiduidad extraños debates dentro de los
movimientos de protesta que son descriptivos de los resultados de aquella
apresurada recomposición: activistas feministas teorizando sobre el burka o la
prostitución como empoderamiento para la mujer, activistas LGTB defendiendo los
vientres de alquiler, activistas “animalistas” comparando una granja con los
campos de concentración, activistas de lo precario interesándose por la
economía colaborativa, activistas culturales reivindicando expresiones de vertedero
ultrareaccionarias como populares, activistas de la salud oponiéndose a las
vacunas o algunos descubrimientos científicos, o activistas ecologistas capaces
de asumir la muerte por desnutrición antes que aceptar avances tecnológicos (alternos
a los transgénicos) en los cultivos. Este gigantesco despropósito, para hablar claro
de una vez por todas, no solo es trágico en sí mismo por el daño que hace a
cada una de las reivindicaciones mostrándolas ante la sociedad como inasumibles,
inentendibles, no solo es contraproducente por la enorme desorientación que
provoca, es dramático especialmente en un contexto donde la ultraderecha
presenta a los ciudadanos un programa centrado en cuestiones inmediatas y
tangibles como el empleo, la seguridad o la lucha contra la corrupción y
fácilmente admisibles desde el siempre conservador sentido común como el
nacionalismo, lo tradicional o lo identitario (otra cuestión muy diferente es
la verdadera agenda de los ultras).
¿Significa
esto que todos los epígrafes anteriores son un error en sí mismos, que sus
reivindicaciones no son justas, que sus objetivos no pueden ser compartidos por
la mayoría? ¿Significa esto que todas estas expresiones de lucha son
parcialidades que deben ser postergadas sine die (locución
latina que significa ‘sin plazo, sin fecha’) ? En absoluto. Significa que todos
los epígrafes anteriores han sido afectados por el posmodernismo y lo liberal,
es decir por el pensamiento burgués antagónicamente distinto al del oprimido hasta un punto donde algunas de sus
reivindicaciones empiezan a ser contradictorias con sus objetivos iniciales, de
una forma tan sutil que los propios activistas no son conscientes de la espiral
autodestructiva en la que están inmersos. Por otro lado determinadas
expresiones del feminismo, lo LGTB o el ecologismo no están mucho peor que la
gastronomía, la literatura o la ciencia. La dolencia no es propia de unos
colectivos, de una corriente científica o un pensamiento, la dolencia es un mal
sistémico, estructural, consustancial a un sistema económico como el
capitalismo, benéfico sólo para las minorías que detentan su poder.
Pero,
¿cómo hemos llegado hasta aquí? Responder a cada uno de los ejemplos expuestos
daría para un artículo por réplica, explicar el camino completo para un ensayo
de 300 páginas o muchas más. Por el contrario, sí es posible, sintetizando y
buscando los aspectos comunes, trazar un mapa con aspiraciones no solo
punitivas sino, especialmente, como intento argumentativo que valga para restar
miedos y dogmas a una “izquierda alienada” atravesada de punta a punta por el
pensamiento burgués e inactivo frente al movimientismo inmediatista.
Para
alguien que se topaba por primera vez en su vida con una protesta, tomar parte
en una manifestación antiglobalización era desconcertante. José María Aznar,
gracias a su provincianismo doloroso y a su miedo ignominioso ultrareaccionario,
expresó una verdad involuntaria al definir una de estas marchas como: “Un lío
con mucha gente”. Si bien se suponía que lo que congregaba allí a los
manifestantes era específicamente el rechazo a alguna de las cumbres de un
organismo financiero internacional y de forma más extensiva un difuso
anticapitalismo, como se diera en el caso de las protestas que a partir de 2012
se iniciaron en México contra el gobierno y el fraude electoral, aquello
acababa siendo una multitud donde importaba más exaltar la especificidad de
cada cortejo que cualquier reivindicación común. Había un momento, de hecho, en
que las mochilas no daban para guardar más pasquines, pnafletos de
organizaciones y causas cercanas a la disgregación atómica. La
antiglobalización daba sensación de una enorme diversidad, pero era en realidad
escasamente representativa. La consecuencia, además de la poca operatividad,
era paradójica, ya que no era raro acabar en una conferencia impartida por un
activista de Torrelodones (municipio del noroeste de Madrid) o del 132, con un
gran conocimiento sobre la deforestación del entorno de las comunidades
mapuches, pero que desconocía por completo cuáles eran las condiciones
laborales de las trabajadoras del servicio doméstico, de salud o industrial en
su ciudad. Aquello del Internacionalismo Proletario pareció no querer
entenderse nunca del todo o solo de una manera superficialmente cómoda equiparándola
casi a un acto de lastima mezquina.
La
anécdota, es sintomática de algo que ha quedado fijado en la cultura de la
protesta dominada por el liberalismo burgués: la especialización del activista.
Mientras que en el mundo del siglo XX existía la figura del militante (el cual,
hoy, se logra mantener gracias al esfuerzo de personas y organizaciones
revolucionarias), adscrito a una organización política o sindical, con
aspiraciones de cambio general y ligada fuertemente a un territorio o una rama
de lo laboral que compenetraba con una totalidad concreta, en el siglo
XXI la era de dominio de capitalismo imperialista existen activistas que
dedican gran energía por un corto espacio de tiempo a temas sobre los que su
labor tendrá un imperceptible o nulo impacto. Cuando los temas, por el contrario,
resultan cercanos, su especificidad les lleva a perder por completo la visión
general del conflicto. ¿Es por tanto todo esto un problema de actitud, de
cortedad de miras, de falta de organización? Puede serlo en algunos casos. Pero
sobre todo se trata de un problema ideológico, aquel que surgió cuando los
filósofos franceses de cuello vuelto fueron adoptados con entusiasmo por las
élites progresistas académicas norteamericanas, muy influyentes en el ámbito
teórico y en los consensos en torno al tratamiento del conflicto, pero
totalmente inanes en la resolución del mismo y la política inmediata.
Si
hay cuatro factores que se repiten en el actual movimientismo son la falta de
materialidad en los análisis, el relativismo cultural, la aceptación
inconsciente de valores liberales, burgueses y capitalistas y la
sobrevaloración del lenguaje y lo simbólico. Si hay uno que manda sobre todos estos,
es la falta de crítica a las contradicciones e inconsistencias que se producen.
No
es nada nuevo que existan debates en torno a la regulación de la prostitución,
sí que exista una parte del feminismo que utilice el argumento derechista de la
libertad individual dentro del mercado. Resulta llamativo por no decir
indignante que publicaciones que dedican un gran espacio a deconstrucciones
culturales para hacer visible el patriarcado no tengan entre centenares de
artículos una entrevista a Nadia
Krupskaya o algunos de sus documentos. Que los activistas a favor de la
emancipación de los indígenas y de comunidades originarias rechacen todo tipo
de organización. O que el mansplaining o los volantes explicativos, un buen
análisis sobre un fenómeno cierto, para acabar elevándose a teoría que
desemboca en una actitud premoderna donde solo tal colectivo afectado por tal
opresión puede expresarse respecto al mismo. Es notoriamente inverosímil pero
constante en estos días, que para poder seguir una discusión sobre género haya
que controlar un glosario de anglicismos inabarcables y tan cambiantes que ni
los propios expertos en el asunto son capaces de normativizar. Es sintomático
que exista un debate en torno a la precariedad laboral y se exprese sin rubor
que la economía colaborativa, el último invento para transformar al trabajador
en una unidad de producción sin derechos y atomizada, sea una oportunidad que
da la tecnología y que no se diga nada sobre su raíz que descansa en la
explotación salarial. Parece normal que exista polémica en torno a las formas
de alimentación y su impacto en la salud y el entorno, no tanto que se tache de
genocida a un señor que vende filetes. Parece sorprendente que en la discusión
sobre los transgénicos se centre la cuestión en conspiraciones absurdas y no en
su utilización como herramienta de control económico. Es doloroso que nadie
parezca capaz de articular un discurso contra el integrismo idealista religioso
desde el materialismo o que a nadie le interese tan importante necesidad.
Todos
estos ejemplos, y las formas de análisis a las que los asociamos previamente,
no son el problema en sí mismo, sino el resultado de algo que podríamos llamar
la trampa de la diversidad. Asumir que existen conflictos paralelos al del
capital-trabajo es lo mismo que asumir que esos conflictos son independientes y
estancos los unos de los otros. Mientras que los movimientos revolucionarios del
siglo XX y de la actualidad se esforzaron y esfuerzan por buscar lo que une a
personas diferentes, el activismo del siglo XXI se esfuerza por buscar la
diferencia de las unidades. Así, mientras que el concepto de clase es un
intento de, basándose en un análisis de una situación material, buscar algo
profundamente transversal que atraviesa nacionalidades, géneros y razas, el
movimientismo actual parece empeñado en crear un sistema de análisis donde los
individuos son poseedores de privilegios o receptores de opresiones que intercambian
al margen de su posición en el sistema productivo. La cuestión no es negar,
obviamente, que las personas tienen problemas específicos asociados al género,
la raza o la orientación sexual, sino que esos problemas están estrechamente
relacionados o bien con necesidades materiales y de producción del sistema
económico o bien con la estructura ideológica que lo justifica. Así mismo, esas
personas no se enfrentarán de la misma forma a esos problemas al margen de la
clase social a la que pertenezcan.
Si
el capitalismo sabe de algo es de apropiaciones, de triturar con su gigantesca
maquinaria de sentidos comunes, ideas en apariencia radicales para devolverlas
envasadas, funcionales a si mismo y desactivadas. Ya se tuvo un presidente
negro en Estados Unidos bajo cuya administración los problemas raciales no
mejoraron. El líder de la ultraderecha holandesa es homosexual, la líder de la
francesa una mujer. Hace no mucho relució el caso de cómo en una empresa de
economía colaborativa, donde la mayoría de sus trabajadores son falsos
autónomos, habían instalado retretes unisex para luchar contra la
discriminación de género. Hace poco leía un texto donde se explicaba cómo en
una cadena de montaje de un país centroeuropeo, con una precariedad delictiva,
había un comedor con productos respetuosos con las prohibiciones religiosas
alimentarias. Algunas multinacionales se han mostrado solidarias con el
refugees welcome (Refugiados Bienvenidos, campaña de acciones de caridad por
algunas ONG’s para los refugiados en España y Europa).
Se
diría que mientras que nos arrojan por la borda lo hacen siempre muy atentos a
nuestras especificidades y creencias,a nuestro credo sobre nuestra singularidad burguesa, a "nuestro" derecho de propiedad y a nuestra
excluyente diversidad.
Lo
peor es que lo asumamos como una victoria de la actividad individual o
sectorial y no como lo que es una batalla perdida en el campo de la ideología y
la ciencia.
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